«Dios quiere que existamos, que vivamos y que seamos felices»

Juan Pablo Lira, mexicano recién ordenado, explica por qué el sacerdote ayuda a las personas a respetarse a sí mismas.

¿Nos podrías platicar de dónde eres, cuál era tu profesión, algo de tu familia…?

Soy el más pequeño de cinco hermanos. Nací en Puerto Vallarta, de donde es la familia de mi mamá. Pero al año nos trasladamos a Querétaro, donde conocí el Opus Dei y me gustó desde el principio. Cuando tenía 17 años supe que Dios quería que lo siguiera más de cerca siendo Numerario del Opus Dei, y tras una larga deliberación me decidí a seguir este camino.

En Querétaro viví un año más, después me fui a vivir a la capital para estudiar. Elegí Filosofía porque quería comprender las últimas verdades sobre el hombre, aquellas que son tales que alcanzan no sólo a definir lo último sino a orientar el comportamiento habitual y a responder sobre el sentido y el modo como los problemas cotidianos han de ser resueltos. Quería comprender esas ideas, por el sano deseo de conocer, pero también para poderlas transmitir y así sobrevivir y ayudar a la gente. Durante cuatro años di clases en bachillerato y ya cuando me disponía a continuar con los estudios en el área de la ética, me fui a vivir a Roma. Y ahora seré sacerdote.

¿Qué significa para ti ser sacerdote?

Responder a lo que Dios quiere de mí. Si Dios no lo quisiera no tendría sentido. Pero si Él lo quiere, entonces ser sacerdote para mí significa todo. Y responder a la llamada de Dios conlleva muchas cosas: en primer lugar responder al Amor de Dios, que se ha manifestado con una generosidad tan grande que se hizo capaz de sufrir la Cruz. San Josemaría enseñaba que “Amor con amor se paga” (Cfr. Via Crucis, 5ta estación, n. 1).

Así que, además de responder al llamado de Dios, para mí ser sacerdote significa colaborar con Dios de un modo específico e insustituible en la edificación de la Iglesia. Tal colaboración consiste, principalmente, en la administración de dos sacramentos: la Eucaristía y la Penitencia. El primero hace a Dios presente de un modo que facilita al hombre muchas cosas: unirse a su sacrificio y a Él por medio de la comunión; adorarlo en las diversas acciones litúrgicas que la Iglesia prevé; acompañarlo cuando se queda reservado en el Sagrario. O sea, estar con Él, que es ya un preámbulo del Cielo. El segundo sacramento, la Penitencia, que hace presente –de modo certero y reconfortante– el amor misericordioso de Dios por medio de su perdón.

¿Qué perfil deben tener los sacerdotes?, ¿cómo es el sacerdote ideal?

El perfil del sacerdote ha de ser el perfil de Jesucristo. Pero con esto no he dicho mucho, ya que la identificación con Cristo es tarea para todo hombre, lo sepa o esté aún en camino de descubrirlo.

«El sacerdote por la misión que ha recibido es capaz de traer a Dios al mundo, y al traer a Dios al mundo, trae también esperanza».

Pero el sacerdote ha de identificarse con Cristo de un modo específico. De acuerdo a algo concreto, que se llama “carácter”, que consiste en semejanza con Cristo. Son tres los sacramentos que dan este “carácter”, cada uno con sus peculiaridades: el Bautismo, la Confirmación y el Orden Sacerdotal. El carácter que imprime el Orden Sacerdotal asemeja al sujeto que lo recibe de tal forma con Cristo, que le permite actuar en su nombre de un modo único, principalmente en la administración de los sacramentos y la proclamación del Evangelio.

El sacerdote ha de tener clara esta verdad de Fe y construir su vida en torno a ella. O sea, vivir para la administración de los sacramentos y para anunciar el Evangelio siendo consciente de que por medio de estas acciones está amando a Dios y a los hombres. A Dios, que quiere estar más presente entre los hombres, y a los hombres, que deberían querer que Dios esté más presente en sus vidas.

Finalmente es necesario contextualizar la acción sacerdotal, que es como la de Cristo, que realizó la Redención, pero no por propia iniciativa, sino obedeciendo a Dios Padre. El sacerdote ha de hacer presente la Redención de Cristo, pero obedeciendo a su cabeza, que es su Obispo.

El sacerdote ideal, entonces, es el que obedeciendo a su Obispo, vive para amar a Dios y a los hombres de acuerdo la identidad que ha adquirido con el sacramento.

¿Qué aporta el sacerdote a la sociedad?

Comienzo esta respuesta con unas palabras del Papa que me inspiran: “El hombre que se dirige hacia Dios no se hace más pequeño, sino más grande, porque gracias a Dios y junto con Él se hace grande, se hace divino, llega a ser verdaderamente él mismo.” (Homilía, 8 de diciembre de 2005).

Y es que Dios es el primer promotor del hombre. Una prueba de esto es el hecho de que existimos. Dios quiere que existamos, que vivamos y que seamos felices. Pero a veces nosotros mismos no lo queremos, porque al permitir el olvido de Dios, permitimos nuestro propio empobrecimiento.

La sociedad necesita a Dios así como todo hombre lo necesita. Si Dios está presente en la sociedad, cantidad de bendiciones acompañan las relaciones entre las personas. Pero si no lo está, todo se vuelve problemático: la familia, el trabajo, la justicia social...

El sacerdote ayuda al hombre a respetarse a sí mismo, porque le recuerda –por medio de la doctrina– la grandeza de su origen y de su destino, y el gran valor que tiene en cuanto persona: es interlocutor de Dios. El sacerdote no sólo enseña, sino también da la fuerza para vivir de acuerdo a lo que enseña, ya que por medio de los sacramentos da la gracia que sana al hombre del pecado.

Dice Benedicto XVI: “un mundo sin Dios es un mundo sin esperanza” (Spe salvi, 44). El sacerdote por la misión que ha recibido es capaz de traer a Dios al mundo, y al traer a Dios al mundo, trae también esperanza, eso es lo que aporta a la sociedad.

Cuando te percataste de que Dios te llamaba al sacerdocio, ¿cuál fue tu primera reacción?

Dios llama poco a poco. Primero me llamó a ser del Opus Dei viviendo una disponibilidad total. Pero cuando, estudiando el tema de la Eucaristía, comprendí que quizá Dios me quería para que fuera sacerdote, mi primera reacción fue huir. Así como un niño, que finge no oír y continúa su huída cuando después de hacer una travesura oye que alguien se dirige a él por su nombre, así yo. Pero ¿quién puede ocultarse de Dios? Así que fui a hablar con un sacerdote, quien me recordó una enseñanza de San Josemaría: Dios no se deja ganar en generosidad. Si yo había ya experimentado la verdad de esas palabras, ¿por qué habría de dudar ante esa nueva llamada? La lógica era cristalina. No podía huir, y tampoco valía la pena.

¿Qué esperas de ti como sacerdote?

Sacerdote en sentido propio es sólo Jesucristo. Algunos hombres, por medio del sacramento, participan de este sacerdocio. Así que de mí como sacerdote espero dejar actuar a Jesucristo a través de mí. O sea, ser dócil y estorbar lo menos posible. Para esto necesito mucha gracia, necesito que recen por mí, como todo sacerdote lo necesita.

Pero esta docilidad no es sólo pasiva, implica también saber pedir y saber situarse frente a Dios. Como cuando San Josemaría, que no sabía qué quería Dios de él, puso los medios para estar disponible y ver. ¿Qué medios espero seguir poniendo para ser dócil? Dos devociones concretas: el trato con el Espíritu Santo y con la Virgen María. Ya que el primero es Dios mismo que santifica, el que actúa a través del carácter sacramental y el que habita en el alma de los bautizados. Y la Virgen que es la mujer más hermosa y más poderosa y más interesada en la santidad de todos los hombres, especialmente de los sacerdotes, que se parecen a su Hijo por una gracia especial.